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Sobre Antonio Miranda
 
 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

JUAN CARLOS BECERRA

(1936-1970)

 

José Carlos Becerra (Villahermosa, Tabasco; 21 de mayo de 1936 - Brindisi, Italia; 27 de mayo de 1970) fue un poeta mexicano. ras la represión del movimiento ferrocarrilero encabezado por Demetrio Vallejo, en marzo de 1959, Becerra escribió un poema civil: "Vamos a hacer azúcar con vidrios", que recoge Marco Antonio Acosta en su Antología de poetas tabasqueños.

El año de 1964 fue decisivo para Becerra pues murió su madre, a cuya memoria dedicó "Oscura palabra" publicado por Juan José Arreola en 1965. Comenzó a escribir "Relación de los hechos", y aparecieron textos suyos en las revistas El Corno Emplumado, Cuadernos de Bellas Artes, Cuadernos del Viento, Diálogos, Pájaro cascabel, Revista Mexicana de Literatura, Revista de la Universidad de México y en los suplementos: La Cultura en México y El Gallo Ilustrado.

En 2016 se edita por primera vez en España un libro de su poesía esencial bajo el título 'Las islas y otros poemas', Huerga y Fierro editores. Prólogo, selección de César Antonio Molina.

Al serle concedida la beca de la Fundación Guggenheim, a finales de septiembre de 1969 salió para Nueva York y de allí hacia Europa. Se estableció durante seis meses en Londres, donde pudo satisfacer su vocación narrativa escribiendo "Fotografía junto a un tulipán" y siguió trabajando en lo que él consideraba un nuevo libro de poemas y eran en realidad tres libros bien diferenciados: La Venta, Fiestas de inviernos y Cómo retrasar la aparición de las hormigas.

Su obra poética íntegra fue editada en el volumen El otoño recorre las islas en 1973, con prólogo de Octavio Paz.[cita requerida]

En 1996, Álvaro Ruiz Abreu publicó La Ceiba en Llamas, biografía definitiva sobre Becerra.  Fuente: wikipedia

 

TEXTO EN ESPAÑOL    -    TEXTO EM PORTUGUÊS

 

 

RELACIÓN DE LOS HECHOS


Esta vez volvíamos de noche,

los horarios del mar habían guardado sus pájaros y sus anuncios de vidrio,

las estaciones cerradas por día libre o día de silencio,

los colores que aún pudimos llamar humanos oficiaban en el amanecer

como banderas borrosas.

 

Esta vez el barco navegaba en silencio,

las espumas parecían orillar a un corazón desgarrado por los hábitos de la noche.

Algo teníamos en el tumbo lejano de las olas,

en la vaga mención de la tierra que en la forma de un ave el cielo retuvo

un momento en la tarde contra su pecho,

algo teníamos en el empuje ahora sosegado, fresco y oscuro de las mareas.

 

Más allá del mensaje radiado por los cabellos de los ahogados,

de la bajamar que deja grises los labios como el dolor inexperto,

de las maderas podridas y la sal constituida por el crimen de las aglomeraciones solitarias,

del pecho marcado por el hierro del silencio; más allá,

el chillido del pájaro marino que demuele la tarde con un picotazo en el poniente,

la mujer que atraviesa la noche con una inscripción azul en los ojos,

el hombre que juega distraído con el amanecer como con un cuchillo filoso y deslumbrante.

 

Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,

la respiración apaciguada de los dormidos como si no descansaran sobre el mar,

sino a la sombra del hogar terrestre.

Sólo el rumor de la brisa entre las cuerdas,

el ritmo latente del otoño que se acerca a la tierra para enumerarla.

 

Así nos tendíamos en el túnel secreto del amanecer,

alcobas que nos asumían fuera de horarios,

hoteles señalados para dormir bajo el ala del invierno,

en el recuerdo contradictorio que se establece en nuestro corazón como un depósito de estatuas.

 

Sólo hablábamos debajo de la sal,

en las últimas consideraciones de la estación lluviosa, en la espesa humedad de la madera.

Sólo hablábamos en la boca de la noche,

allí escuchábamos los nombres que las aguas deshacían olvidando.

Mi camisa estaba llena de huellas oscuras y diurnas,

y la Palabra, la misma, devorando mi boca,

comiendo como un animal hambriento en el corazón de aquel que la padece y la dice.

 

Yo miraba igual que los ríos,

verificaba las rotas murallas, los andrajos humanos que la eternidad retiraba de la muerte

igual que retiran el vendaje de la herida curada.

Yo descubría pasos en el amanecer

y me cegaba aquel silencio que como mano oscura

parecía cubrir la vida de todo lo dormido.

 

También el mar volvía, volvía el amanecer con su cabeza incendiada.

Y yo reconocía en el olor de la brisa la cercanía de las estaciones,

el lenguaje que despierta en la boca de los dormidos

como un enjambre de insectos húmedos y brillantes.

 

Y tú también volvías, volvías de alguna forma de mirar, de algún desenlace;

vana donde tu cuerpo carecía de espacio, en tu propio centro de navegación,

en ese espacio que tu tristeza concedía al rumor de las aguas.

Incorporabas tus ojos al desenlace nocturno,

meditabas tu sangre en todos los espejos penetrados por el animal de la niebla.

 

Y eras tú, de pie en tus ojos, como aquella que alimenta su desnudo con viento,

tú como la inminencia del amanecer que rodea con un corazón amarillo a los labios.

Tú escuchando tu nombre en mi voz como si un pájaro escapado de tus hombros

se sacudiera las plumas en mi garganta;

desenvuelta y solitaria, con entrecerrada melancolía, mirándome.

 

Y éramos los dos asiduos a las lluvias que desentierran en

esa pregunta que pesa tanto en los labios, el otoño al abismo,

que cae al fondo de nuestra voz sin remedio

o se agazapa en un rincón oscuro como un perro asustado

al que es inútil llamar dulcemente.

 

Y sin embargo, allí estábamos,

allí estábamos cuando las manos se enlazan y rozan al corazón soñoliento

como una suave advertencia,

en esa búsqueda, cuando el presentimiento de los cuerpos son los labios.

 

Cuerpo de viaje cuya mejor señal es una cicatriz de nube,

tú también habías escuchado en quién sabe qué momento del sosiego nocturno,

ese rumor de tela que va enlazando al océano cuando amanece,

esa primera tibieza destinada sólo para los cuerpos enlazados.

 

El primer rayo de sol ya ponía su adelfa en el agua,

y un roce de astros, de manos más pálidas que el esfuerzo de atardecer,

aún tocó el horizonte que el mar retiraba.

 

Esta vez volvíamos,

el amanecer te daba en la cara como la expresión más viva de ti misma,

tus cabellos llevaban la brisa,

el puerto era una flor cortada en nuestras manos.

 

         

 

TEXTO EM PORTUGUÊS                                                             

  Tradução: Antonio Miranda      

 

RELAÇÃO DOS FATOS

       Desta vez voltávamos de noite,
         os horários do mar estavam guardando seus
                   pássaros e seus anúncios de vidro,
         as estações fechadas pela dia livre ou dia de silêncio,
         as cores que ainda pudemos chamar de humanas
                   oficiavam no amanhecer
         como bandeiras manchadas

         Desta vez o barco navegava em silêncio,
         as espumas pareciam margear um coração
                   desgarrado pelos hábitos da noite.
         Algo tínhamos no retumbo distante das ondas.
         Na vaga menção da terra que na forma de uma ave
                                               o céu reteve
         um momento na tarde contra seu peito,
         algo tínhamos no empuxo agora sossegado,
                  fresco e escuro das marés.

         Além da mensagem radiada pelo cabelo dos afogados,
         da baixa-mar que acinzenta os lábios como a dor imperita
         das madeiras podres e o sal constituído
                   pelo crime das aglomerações solitárias,
         do peito marcado pelo ferro do silêncio;
                  além
         o ruído do pássaro marinho que demole
                   a tarde com uma bicada no poente,
         a mulher que atravessa a noite com uma inscrição
                   azul nos olhos,
         o homem que brinca distraído com o amanhecer
                   como com um punhal afiado e deslumbrante.

         Apenas o rumor da brisa entre as cordas,
         a respiração apaziguada dos dormidos como
                   se não descansassem sobre o mar,
         apenas a sombra do lugar terrestre.
         Apenas o rumor da brisa entre as cordas,
         o ritmo latente do outono que se
                   aproxima da terra para relacioná-la.

         Assim nos estendíamos no túnel secreto do amanhecer,
         alcovas que nos assumiam fora dos horários,
         hotéis assinalados para dormir sob a asa do inverno,
         na lembrança contraditória que se estabelece
                   em nosso coração como um depósito de estátuas.

         Somente falávamos debaixo do sal,
         nas últimas considerações da estação chuvosa,
                   na espessa umidade da madeira.
         Apenas falávamos na boca da noite,
         ali escutávamos os nomes que as águas desfaziam
                   esquecendo.
         Minha camisa estava cheia de vestígios escuros e diurnos,
         e a Palavra, a mesma, devorando minha boca,
         comendo como um animal faminto no coração
                   daquele que a padece e a diz.

         Eu olhava como os rios
         verificava as rotas muralhas, os andrajos humanos
                   que a eternidade retirava da norte
         tal como retiram a venda da ferida curada.
         E descobria passos no amanhecer e me cegava
                   aquele silêncio como mão escura
         parecia cobrir a vida de todo o dormido.

         Também o mar voltava, voltava o amanhecer com
                   sua cabeça incendiada,
         e eu reconhecia no odor da brisa a proximidade
                   das estações,
         a linguagem que desperta na boca dos dormido
         como um enxame de insetos úmidos e brilhantes.

         E tu também voltavas , voltavas de alguma forma
                   de olhar, de algum desenlace;
         em vão,  onde teu corpo carecia de espaço, em teu próprio
                  centro de navegação,
         nesse espaço que tua tristeza concedia ao rumos das águas.
         Incorporavas teus olhos no desenlace noturno,
         meditavas teu sangue em todos os espelhos
                   penetrados pelo animal da névoa.      

         E eras tu, de pé em teus olhos, como aquela que alimenta
                   sua mudez com o vento,
         tal como a iminência do amanhecer que rodeia com um
                   coração amarelo aos lábios,
         tu escutando teu nome em minha voz como se um pássaro
                   escapado de teus ombros
         sacudisse as plumas em minha garganta;
         desenvolta e solitária, como entrecerrada melancolia, olhando-me.

         E éramos os dois assíduos às chuvas que desenterram
         nessa pergunta que pesa tanto nos lábios, o outono ao abismo,
         que cai no fundo de nossa voz sem remédio
         ou se agacha num rincão escuro como um cão assustado
         ao que é inútil chamar docemente.

         E no entanto, ali estávamos,
         ali estávamos quando as mãos se entrelaçam
                   e roçam o coração sonolento
         como uma suave advertência,
         nesse busca, quando o pressentimento do corpo são os lábios.

         Corpo de viagem cujo melhor sinal é uma cicatriz de nuvem,
         tu também havias escutado de quem sabe que momento
                   do sossego noturno,
         esse rumor de tela que vai enlaçando o oceano quando
                   amanhece
         essa primeira tibieza destinada apenas aos corpo enlaçados.

         O primeiro raio de sol já se punha sua adelfa na água,
         e um roce de astros, de mãos pálidas que o esforço
                   de entardecer,
         ainda toco o horizonte que o mar retirava.

         Desta vez regressávamos,
         o amanhecer te dava a cara como a expressão mais viva
                   de ti mesma,
         teus cabelos levavam a braçadeira,
         o porto era uma flor cortada em nossas mãos.

 

Página publicada em setembro de 2016

        
                  


        


                 


          


        

        
        

 


 

 

 
 
 
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